Monday, August 08, 2005

Aviso y Disculpas

Debido a un despiste, a un lapsus de memoria, olvidé activar la posibilidad de que cualquier persona que entrase en el blog pudiese hacer comentarios. Lo siento. Ahora sí está activada.

5 Comments:

At 8/08/2005 3:07 PM, Anonymous Anonymous said...

Ya era hora. Lo tuyo no es la informática.

 
At 8/28/2005 8:34 PM, Blogger Unknown said...

Al que ha escrito lo de arriba:

Si yo tuviera un Blog también me lo pensaría dos veces antes de dejar la puerta abierta a que cualquier idiota escriba en él.

Al autor:

Me alegro de todos modos, alguno habrá que postee cosas interesantes.

 
At 12/23/2005 7:29 PM, Anonymous Anonymous said...

Monsieur Chabrol decia .....
La estupidez es infinitamente mas interesante que la inteligencia para los mediocres ,la inteligencia conoce limites ,la estupidez NO...y de estupidez siempre se arropan los usuarios anonimos
AL AUTOR
el que no se conmueva con el rincon del olvido ,esta condenado a caer en el

 
At 12/29/2005 9:27 AM, Blogger ALBERTO230 said...

Bienvenida y gracias por tus palabras. En este blog siempre tendrás la oportunidad de hacer críticas, sugerencias o las puntualizaciones que estimes necesarias.
Un saludo

 
At 12/04/2006 7:50 PM, Anonymous Anonymous said...

Querido Alberto....
porque no me sorprenden unos articulos tan buenos.claro que con la embajadora que te a tocado en suerte ....solo nos queda el placer de sentarnos para leerte.se ve pasar la vida por estos escritos ,sigue asi ,pero hombre con algo nuevo ya podrias deleitarnos ...digo yo!!!

un amigo de Maria te manda esto.

El mar y el cielo se funden solidarios en el brumoso horizonte. Las barcas se mecen acompasadas en el embarcadero por el ritmico vaivén de la marea. La vida parece fluir a cámara lenta sumida en el sopor húmedo de la sobremesa. Tan sólo el chirriante graznido de las gaviotas impide que mi mente se evapore entre la bruma y me lleve a mundos oníricos de piratas, singladuras en bahías exóticas y tormentas mortales más allá del cabo de Hornos. En la terraza frente al puerto apuro sin prisas el café y respiro el salitre que evoca mi traviesa infancia entre botaduras de barreños diseñados con más ciencia para la inmersión que para surcar los océanos y escapadas al malecón para imaginarme en el puente de mando de los imponentes navíos anclados en la rada. Muchos años me separan de aquellos tiempos, pero regresan a mi mente de forma recurrente para sacarme de la monótona flota de papeles, archivos y teléfonos que jalonan mi particular navegar diario en la oficina. En la puerta del bar con su bandeja en ristre, Marco, toda una vida de camarero en grandes petroleros antes de recalar en tierra y alejarse de su cafetería móvil, no quita la vista del puerto. Acostumbrado a sortear las grandes marejadas con su bandeja repleta de bebidas y sin derramar gota alguna, diríase que bajo el dintel de la puerta acompasa el movimiento de su cuerpo al de las olas en la bahía. Tras muchos años, muchos cafés e inmumerables copas la complicidad surjida con Mario apenas me obliga a abrir la boca para saludarle e interesarme por sus cosas. Ya no es necesario que pida consumición alguna, puesto que su atento radar ya vislumbra entre la neblina de mis deseos sea verano o invierno, haga frío o calor, llueva o el sol vigile orgulloso desde su atalaya. Las mismas caras, las mismas palabras, casi los mismos gestos de quienes nos anclamos por estos mares de cemento con la mirada al viento, los ojos entrecerrados por la luminosidad del día y el corazón embarrancado en alguna escabrosa costa a causa de tempestades personales y amores hundidos.
Pero a veces, en plena tempestad interna, cuando los marineros han dejado de entonar sus canciones marineras y sólo pueden encomendarse a dios con un apagado hilo de voz, cuando el palo mayor cruje y llena de pavor a la tripulación y el propio capitán debe esforzarse por mantener el rostro tranquilo, cuando uno se deja narcotizar en un duermevela de licor para anestesiar las heridas de una vida adormilada, entonces es cuando aparece esa figura de entre las olas que barren la cubierta, una sirena que con su misterioso canto infunde fuerza y valor a los aterrados marinos y uno parece flotar sobre las olas con la seguridad de que nadie ni nada puede hacerle naufragar esta vez.
Así, un cada vez más cercano caminar rítmico, con su perceptible taconeo, de alguien que se acerca sin prisas, paso firme, pero bien mesurado, un caminar de mujer que hace volver la cabeza a hombres y mujeres por igual, me rescata de la mar embravecida de mis recuerdos y dirige mi ensoñación hacia futuros paraísos con mares de coral tan verdes como sus ojos, entre palmeras y playas desiertas de dorada arena. Todo el océano para ser surcardo sin cruzarnos pero por una vez nuestras rutas convergen en un mismo punto. Frente a mí, apenas separados por una de las mesas de la terraza, decide anclar la mujer más hermosa que marinero alguno haya estrechado entre sus brazos en cualquiera de los puertos del mundo que visitó.
Por un momento descubro en Mario un brillo en sus ojos que apenas aparece cuando rememora sus momentos en alta mar. Con el gesto serio, como siempre, se acerca a la muchacha y le da las buenas tardes. Una dulce música de violín y acordeón me lleva hacia el nuevo mundo, quizás a terrazas en donde los porteños apuran un café sin prisas y sueñan con el viejo mundo. De los carnosos labios de la mujer salen notas de tango aderezadas por una sonrisa dulce y sincera. Ya no sé si estoy en una bahía o en el cielo aunque el propio Mario me devuelve a la realidad con su mirada. Por un momento ha podido leer en mí hasta el último de mis pensamientos y casi siento vergüenza por haberle desvelado semejante intimidad. Los minutos me parecen horas y de repente, como un mal actor en su primera función, me siento torpe, las manos me sobran y no encuentro postura en la silla. Sus ojos esmeralda ajenos a mi propia presencia y a mis apasionados pensamientos aún no se han encontrado con los míos. Luce el aplomo de quien se sabe observada y admirada, una actriz que, a diferencia del torpe secundario que compongo yo, domina la función y conoce hasta el último de sus recursos para ganarse a la platea.
Mario esquiva las sillas con la misma habilidad con que el práctico del puerto remolca a los barcos en la bocana. En su bandeja plateada un café y un vaso de agua. Tras depositarlo en la mesita una mueca servil nace en su rotro cuando la chica le da las gracias. Sumida en sus propios pensamientos endulza el café y sus largos y estilizados dedos apenas acarician la cucharilla con la que lo remueve. Hasta el más nimio acto parece un ballet clásico, perfecto, sensible en su justa medida y digno de ser aplaudido a cada momento. Tengo que marcharme, pero inconscientemente lo voy dilatando. Quisiera levantarme con aplomo y acercarme a ella para decirle cuánto admiro su belleza y para darle las gracias por confluir en este punto justo en este momento. Después me despediría con una franca sonrisa y me iría con paso sostenido sin darme mayor importancia y deseando sentir en mi espalda la dulce caricia de sus ojos sorprendidos. La realidad navega por otras rutas y mis piernas de plomo se niegan a obedecer a mi mente.
Los minutos pasan y apenas me quedan excusas para variar mi habitual rutina. Debo levar anclas en pos de una oficina opresiva en constante tormenta. El paraíso debo dejarlo aquí y ya a lo máximo que aspiro es a pasar junto a ella y poder oler su perfume. Irme con su olor en mi pensamiento e imaginar mil y un atardeceres en el rompeolas, juntos los dos, asidos de la mano y enamorados. Por fin me decido. Mario no está en la puerta. Mejor así, menos testigos de mi torpe zarpar. Hoy daré un pequeño rodeo para atisbar por última vez el puerto al que quisiera arribar mi corazón. Echo hacia atrás la silla y el denteroso rozar de las patas con el hormigón me arruinan mi sigilosa función. La muchacha inicia un ralentizado giro de su cuello esbelto hacia mi posición. Sin molestia aparente en su expresión me descubre por primera vez. Me siento azorado e inicio un amago de sonrisa de disculpa por la ruidosa retirada iniciada. Quizás haya sido eso, la timidez pueril e indefensa que me late en los ojos y encarnece mis mejillas, el sincero arrepentimiento por turbar su paz celestial, la que al final reproduce en su rostro un gesto de complicidad que lo ilumina y me hace sentir el más dichoso de los mortales. Nuestros ojos al fin se han encontrado y a fe que puedo narrar con orgullo la historia de mi travesía por ellos, el mar más bonito y profundo que marinero alguno pueda en su vida surcar. Hoy por fin, no necesito soñar.
BUGA

 

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